Nos aferramos a un recuerdo como si fuera el último salvavidas del gigantesco barco de la vida, el cual se hunde lentamente y eventualmente tocará el fondo del lecho marino cuando tu féretro termine de descender al pozo o tus cenizas reposen cómodamente en una hermosa cajita de imitación roble.
Nos agarramos de un ideal. De un sentimiento. De una persona que inspira, transpira y detona esa combustión que quema tu cerebrito incapaz de ponerle un alto a los pensamientos invasores que sólo te confunden. Quizá, en realidad, lo que hace es ratificar lo que ya sabes. Tal vez esa persona que conociste ya no existe. O, quien ya no existe, es la persona que se aferra a todo eso.
Eso es lo más difícil: admitirle al espejo que ya ni siquiera eres tú, sino el espejismo de la evocación de quien eras y que, probablemente, en este momento, es quien necesitas o deseas ser.
Eres el Fantasma de la Navidad Pasada volteando a la derecha, luego a la izquierda, haciéndote el sordo, como si no tuvieras la certeza que hablo de ti.
Sin embargo, no puedo y no debo abordar esta reflexión como algo negativo, porque bien lo decía Sheryl Crow:
If it makes you happy
It can’t be that bad
If it makes you happy
Then why the hell are you so sad?
Traduzco, “Si te hace feliz, no puede ser tan malo. Si te hace feliz, ¿entonces por qué chingados estás tan triste?”
¡Es justo eso! Es el dilema el que agobia. “La risa es lo que chinga”, reza el dicho.
¿Renuncio o continuo? ¿Me detengo o me aviento como gordita en tobogán?
Al renunciar, dejas espacio a algo nuevo. Anhelando que lo nuevo sea, por fin, lo que buscabas. Pero ahora te atosiga la duda; qué tal si ya estabas cerca; debiste haber continuado, hasta alcanzar ese objetivo en cuestión. O lo opuesto, la decisión fue seguir por donde ibas. Te mantienes en ese camino; continúas y continúas más y continúas otro poco, sin saber que estás montado en una banda caminadora infinita que no te lleva a ningún lado; acumulando cansancio, frustración y resentimiento en el intento.
—Ah, dije que no iba a ser negativo, ¿verdad?
¡Pero no estoy siendo negativo! Mi perfil obsesivo toma las riendas y analiza todas las posibilidades, desde alcanzar el sueño, la felicidad, el éxito —lo que sea que eso signifique para ti—, hasta el más trágico de los desenlaces, tan devastador que no lo tiene ni Mujer Casos de la Vida Real —o La Rosa de Guadalupe, para los más jóvenes—.
Es en esta pirinola de la vida —porque la vida es una pirinola, no una tómbola—, que si no apuestas, no ganas. Que cada derrota te acerca, al menos ante los ojos de la ley de las probabilidades, a tener un triunfo. Las estadísticas no se equivocan, eventualmente has de ganar una.
Esa conquista que anhelas desde que finges ser adulto responsable y capaz; que parece que sabe lo que hace, cuando en realidad a tus cuarentas apenas empiezas a entenderle a este jueguito de estar vivo, aunque ya notas en el retrovisor el vaho de La Muerte, cada vez más cerca.
—¿Qué sugiero?
—No tengo la más mínima idea.
Sólo sé que claudicar no es una opción. No tengo pruebas, pero tampoco dudas, que me he de arrepentir más de no haberlo intentado, que de equivocarme de nuevo. Al cabo que en mi trayectoria he acumulado más fracasos que triunfos, y no lo digo como algo malo, al contrario, con ese saldo en contra quiero pensar que ya estoy por sumar una victoria que opaque los fiascos. Aunque sea una trampa, un autoengaño, mero placebo mental; aunque sea lo intangible lo que me condena.

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